Prefacio del Prof. Jad Hatem al libro Mir’ât al-Qalb de Lwiis Saliba

Prefacio del Prof. Jad Hatem al libro Mir’ât al-Qalb de Lwiis Saliba, traducido al español

El deseo es todo en su movimiento que es de unión. Que lo que Dios disoció al nacer se convierta en una sola carne es el gran agente de transformación. En un beso, la interpenetración de las respiraciones ya está en juego. Pero dado que el aliento, como indica la etimología, forma parte del espíritu, “¿no son el nafas y el nafs una misma cosa? ” (p. 132), se pregunta el poeta, es efectivamente el entrecruzamiento de las almas lo que se espera del contacto carnal. Pero esto no está exento de ambigüedad, pues siempre existe el riesgo de una ilusión. El amante conoce estos abrazos en los que la mente tiene poca participación (p. 100). En efecto, los cuerpos pueden llamarse unos a otros sin haber recibido una orden de amor (p. 99). La ilusión está en el error de la instancia que toma la iniciativa.

La poesía se convierte en el lugar de la tensión interrogativa. El abrazo, por definición, ignora la reflexión. Totalmente en el trabajo, no se hace ninguna pregunta. Es en el espacio de la recuperación del yo en sí mismo donde el amante se cuestiona sus motivos.

En lugar de quedarse en la piel, ¿la llama se ha extendido al Ser (al-dhat)? (p. 99). ¿Ha puesto la palabra correcta a la realidad vivida? Que no es fácil de responder lo demuestra el uso de la poesía. Este es el objetivo del poema titulado La princesa de los deseos negros.

Por un lado, la poesía sirve como medio de revelación. Esto justifica el título de la colección: Espejo del corazón. En ella, uno se atreve a revelar a sí mismo y a los demás lo que prefiere tratar de ocultar entre sí, ya sea para volver a la tarea diaria o para favorecer otras aventuras. Pero, por otra parte, este medio es nada menos que la transparencia del poeta hacia sí mismo. La poesía revela en la ambigüedad, como en el oráculo de Delfos, el signo que llega bífido, como un caduceo, pues la poesía ve ciertamente pero en el enigma, apenas de frente como la subjetividad considera normalmente las cosas. Pero precisamente el afecto no es uno de esos objetos que uno hace aparecer dibujando un círculo. Así, en otro poema, Baiser de rencontre, de tono muy diferente, depurado y que concluye con un vuelo místico, la ambigüedad persiste a pesar de la intención del poeta, que creo que es explícita. En cuanto a esto último.

Está claro que la composición del texto se basa en un ascenso de la unión carnal a la unión espiritual. Comienza destacando el énfasis sensual (p. 131), continúa con la mención de la interpenetración de las dos almas a través del beso (pp. 133-134), y finalmente descubre que el beso, el vehículo que transporta al amante desde el valle de la desgracia hasta el mundo de los sueños y la superexistencia (baqâ’), emana de lo eterno (abad) (p. 135). En otras palabras, participa en el eros celeste que mueve al sol y a los demás astros, lo que no le garantiza el privilegio de permanecer al servicio exclusivo de las constelaciones. Su eminencia no excluye su abajamiento.

Por eso, como “fragmento del Infinito”, ha caído (hawat) (pp. 131-132). El lenguaje poético nos dice que el beso no puede tener otro destino, ya que es una expresión de pasión (hawâ). Para ser una fuerza ascendente, el eros no puede alojarse en las alturas, por lo que Platón no lo convirtió en un dios, involucionado en su autosuficiencia, sino en un semidiós (daïmôn) susceptible de descender tanto como de ascender. El beso aparece así bajo una doble cara: expresión inmediata del contacto sensual, es también y ante todo la expresión tangible del Vínculo como tal, es decir, del poder agregador que actúa en todos los niveles del cosmos, e incluso en la propia entidad divina.

Y, sin embargo, bajo todas las formulaciones del encuentro que utiliza el poeta, y en particular el término que mejor lo designa en “almas que se acercan y se unen (tatawahhad) en la hoguera” (p. 132), se desliza una vocación opuesta, de separación, diría incluso de anacorexia. Dado el contexto, “Ikhtibâru tawh-huddin… tilka al-qublat al-tawîlat” (p. 131) se entiende que el beso largo constituye una experiencia de unión (ittihâd). Sin embargo, el término implica un valor contrario: tawahhud significa propiamente el estado de unidad. En teología, el tawhîd atestigua la naturaleza incomparable de Dios. En este caso, el tawahhud no puede implicar inmediatamente la unión de los diferentes. Si se quiere mantener el matiz de la unión (una vez más, según el contexto), se inclina por otra forma, por otra parte paradójica, que es la unión de lo idéntico: los dos entes (el hombre y la mujer, o Dios y el alma) son en realidad uno y el mismo, de modo que el beso los une menos que revela su condición. Se levanta así la paradoja: no hay unión real, sino identidad; pero sí hay, tras la conciencia de la dualidad, una conciencia de unión que corresponde al desgarro del velo de la ignorancia).

Sin embargo, la poesía no nos obliga a decidirnos por esta lectura, ya que se compone de todas las que genera en su juego de lenguaje. Pero aún hay una más, la que va completamente en contra de la intención del poeta. En el tawahhud hay una referencia obligatoria a la soledad. Entre los mutawahhidûn están los monjes, los que se reducen a uno frente al Uno[1]. En su forma activa, el tawahhud expresa así un repliegue sobre sí mismo, o incluso delata un alma llena de su propio don. En consecuencia, no se puede descuidar la parte intransitiva de la afectividad y su modalidad elegida, la sensualidad. Lo que el amante experimenta durante el abrazo es pura y simplemente suyo. El poeta, por su parte, no duda en admitirlo en otra parte: “Te busco como si me buscara a mí mismo, y cuando te estrecho contra mi pecho, me parece que con mis caricias estoy uniendo mi mente a mi cuerpo” (pp. 110 – 111)[2].

Para desear la unión, el deseo, diferente en este aspecto de la dilección, es sin embargo en sí mismo un aumento de sí mismo, describiendo la necesidad de todo ser de experimentarse en el fracaso así como en el surgimiento.

Si el lector se ve obligado a elegir entre el sentido de la unión (ittihâd) y el de la escisión, el poema no se ve obligado a hacerlo y vive de la dinámica que instituye. El hecho de que la secuela testimonie la unión en lugar de la escisión no elimina la ambivalencia inicial, sino que la encubre más allá de esta ruptura del equilibrio. No quiero decir que lo oculte, sino que implica la prevalencia de un significado sobre otro, de modo que a través del sentimiento del yo, se confirma el sentimiento del otro en la intercomunión. Es a través de esta victoria que el deseo se cumple como amor.

Jad HATEM

[1]– Véase J. Hatem, Recherches sur les christologies maronites, París, Geuthner, 2000, cap. I.

[2]– Ni que decir tiene que este pasaje es susceptible de una lectura que favorezca la opción de la unión, y entonces es probable que evoque el “Yo soy Layla” de Qays. Véase J. Hatem, Mal d’amour et joie de la poésie chez Majnoun Laylâ et Jacques Jasmin, Agen, Quesseveur, 2000, cap. II.

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